viernes, 8 de julio de 2011

Pregúntame por sus ojos.

Tic, tac. En un instante, este momento será un recuerdo.
Un recuerdo probablemente borrado en un par de instantes más. Almacenado en alguna parte de la memoria que no llegamos a explorar. ¿Somos dueños de nosotros mismos? ¿Somos dueños de lo que pensamos?
Dentro de un momento olvidarás que has leído esto. Las palabras se atrincherarán en algún rincón de tu mente y pasarás a otra cosa.
Pero, ¿Te atreves a afirmar que ese momento no ha existido? Quizá dentro de un tiempo no te acuerdes de esta tarde, de este momento, de este segundo. Pero ha existido. Eso era lo que le pasaba a la chica de los ojos verdes. Tenía miedo. ¿Miedo de qué? Del paso del tiempo. Estúpido, dirás.
Puede. Pero la gente vive buscando una razón por la que hacerlo. A otra le sobran razones, ella buscaba una desesperadamente. Y cuando creía haberla encontrado, tenía miedo de que algún día aquello se acabara y él no volviera a recordar lo que habían pasado juntos.
Le miraba a los ojos. Su corazón palpitaba. Más, más, cada vez más rápido. Él hablaba. Le contaba historias de ciencia ficción, otras más reales, arrancaba hierba del suelo mientras sonreía. Pero ella no podía escucharle. Oía, oía palabras, frases, risas, los cambios de intensidad de su voz, lo oía todo. Pero no escuchaba.
Si en ese momento le hubieran preguntado acerca de lo que estaba hablando, ella no podría responderlo.
Pero que le preguntaran acerca del tono de su voz. De la comisura de sus labios cuando sonreía. De los hoyuelos que le salían cuando estaba contento, de cómo se le achinaban ligeramente los ojos cuando tenía algo importante que decir.
Que le preguntaran acerca del tono exacto de su pelo. De cómo se lo colocaba cuando el viento sacaba un cabello de su sitio. De cómo se frotaba las manos cuando hacía frío, o de lo estúpido que podía llegar a ser cuando tenía hambre.
Que le preguntaran sobre sus abrazos, sobre los dedos de su mano, sobre su escandalosa risa o su silencioso llanto.
Quizá ahora no le estuviera escuchando, pero no lo hacía a propósito. Simplemente no podía quitar la vista de sus labios, ni podía contener las ganas de chillarle al mundo que lo quería.
Pero estaba asustada. Estaba asustada de que él saliera corriendo, de que dejara de contarle historias de lugares lejanos. Miedo de que escapara. ¿A dónde, si estaban en medio de ninguna parte? No sabía.
Por las noches, cuando las estrellas brillaban, cuando el frío acechaba y el único refugio que les quedaba era una manta haraposa y su propio calor, él la abrazaba y ella, que no podía dormir, lo observaba y le susurraba muy bajito que le quería, que no concebía el mundo sin su presencia, y que necesitaba sentirlo cerca. Cerca, muy cerca. Se lo susurraba cuando nadie podía oírla, ni siquiera él. Y al observar sus hombros, su cuello, sus labios… Se estremecía, y entonces él, en un acto reflejo la abrazaba más fuerte y ella se abandonaba al sueño, a ese sueño que los dos necesitaban para continuar su camino.

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